Respecto
al mundo hebreo contemporáneo de Jesús, en el evangelio se restaura la
autoridad profética. Esto se hace patente en la interpelación que hacen a Jesús
los tres grupos de dirigentes judíos, los sumos sacerdotes, los letrados y los senadores,
que constituían el Sanedrín o Gran Consejo, órgano supremo religioso-político del
pueblo judío (Mc 11,27-33).
Son ellos quienes tienen sobre el pueblo una «autoridad» jurídica, según el derecho basado en la Ley mosaica o en la legislación posterior, y pretenden que Jesús les muestre sus credenciales jurídicas para actuar como lo hace y denunciar el templo y el culto, que consideran su feudo: «¿Con qué clase de autoridad actúas así?, o sea, ¿quién te ha dado semejante autoridad?» (Mc 11,28). Le piden que legitime su actuación.
Jesús, en
cambio, los enfrenta con el hecho de que no toda autoridad verdadera tiene una
base jurídica. Les pregunta acerca de Juan Bautista y de su bautismo: «Os voy a
hacer una pregunta; contestádmela y os diré con qué clase de autoridad actúo
así. El bautismo aquel de Juan, ¿era cosa de Dios o cosa humana? Contestadme».
Juan, ciertamente, no tenía cargo ni misión oficial; sus credenciales eran su
calidad de profeta, es decir, de enviado de Dios, sin pasar por los cauces jurídicos
de los hombres o de las instituciones.
Los
dirigentes se ven cogidos: no quieren reconocer una autoridad que no sea
jurídica, terreno en el que se sienten fuertes. Si admitieran que Juan era un
enviado de Dios, Jesús podría decirles que su propia autoridad procedía de Dios
mismo y no tendrían argumentos que oponer. Pero, por otra parte, tienen que evitar
la protesta y el propio desprestigio, pues el pueblo no habría tolerado que
desautorizaran a Juan Bautista, quien, en opinión de todos, había sido un
profeta. No tienen salida y, después de deliberar, optan por eludir toda respuesta
comprometedora: «No lo sabemos» (11,33). Ante esa mala fe, Jesús les replica: «Pues
tampoco yo os digo con qué autoridad actúo así».
Aparece,
pues, el origen de la autoridad del que habla en nombre de Dios: la de Jesús no
se basa en el derecho humano, sino en Dios. Sin embargo, no se trata de una delegación,
como si Jesús fuera un embajador de Dios en la tierra. La autoridad de Jesús nace
de la plenitud del Espíritu, la fuerza de vida divina que reside en él (Mc 1,10).
Es mucho más que un profeta que recibe el encargo de comunicar un mensaje divino.
Es el Hijo de Dios, la presencia de Dios entre los hombres. Su autoridad no se
deriva de su misión, como la del profeta, sino de la calidad misma de su ser. De
la calidad del ser nace una calidad de acción que la manifiesta.
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